De Ida y Vuelta: Camino a La Paz: DÍA DOS

Día 2 Tequila–Escuinapa, Sinaloa–Santa Ana, Sonora (1,020 km, total 1,245 km)

Digo Tequila, pero en realidad estábamos probablemente a las afueras de la ciudad de Tepic cuando el Día 2 llegó a medianoche. En un principio íbamos a quedarnos por la noche en el lugar de este “jugo de resaca garantizada”, pero habíamos pasado zumbando por allí, de manera que decidimos continuar mientras las energías lo permitieran, así recorreríamos la mayor distancia posible. Es común pensar que durante las vacaciones no debe haber premuras, nunca debes establecer plazos, aunque para mí todo eso es emocionante: simplemente tuvimos que ir del punto A al punto B y luego volver al punto A durante 10 días. No estoy diciendo que no me gusta ver cosas o relajarme, pero para mí sin duda es más divertido estar siempre de aquí para allá con un nuevo reto. Muchas personas nos habían comentado: “¿De qué sirve tu viaje? Estarás metido en el carro todo el día.” Pero estar en el carro todo el día, claro, es la maravilla de un viaje por carretera.

La noche nos perdió entre los valles de Tequila, pero no nos preocupamos: ya conocíamos las bellas hileras de agaves que guiaban nuestro camino. Paramos tan pronto como habíamos salido de Guadalajara en un área de descanso (una de las 500,000 sucursales de Oxxo), para comprar unas provisiones y un mapa. Cuando digo “provisiones” quiero decir unas chelas, y cuando digo “mapa” quiero decir uno de los mapas de venden en Oxxo, que son bastante inútiles. Luego me di cuenta que había dejado en Guzmán nuestras guías. ¡Maldita sea!: estos libros eran nuestras biblias, las referencias de los hoteles más baratos, consejos de seguridad, los lugares que evitarían los gringos, todo. No obstante, esto no parecía desconcertar a Jamie, quien dijo que sería mejor así, porque tendríamos que descubrir estas cosas nosotros mismos, que “sería más chingón.” De todos modos, recuerdo que estaba sentado allí un poco nervioso, sin saber  si el carro iba a aguantar todo el recorrido. Ahora no tuvimos más remedio que seguir a la noche, teniendo que rechazar muchos de los jóvenes que pedían “aventón” a Puerto Vallarta.

Normalmente, no aconsejo conducir por la noche, pero me sentía tan cerca de Ciudad Guzmán, que eso me hacía sentir seguro; además era una autopista de cuota: cara, pero relativamente confiable. Jamie se ofreció a pagar la gasolina y la mitad de las casetas. Por lo general, Jamie y yo, llegamos a buenos acuerdos sin conflictos, probablemente por el hecho de que ya habíamos compartido un cuarto durante más de seis meses. Así, a diferencia de algunas historias sobre viajes en carretera, ésta no contendrá información de las riñas insignificantes que pasan día a día entre los protagonistas y que parecen necesarias hoy en día para provocar atención. Después de todo, esta obra trata de nuestra relación con México, no de la relación entre Jamie y yo.

Continuamos velozmente hacia Tepic, y para ser honesto, la situación no parecía tan mala. El carro funcionaba bien, su único nuevo achaque era una línea que corría por el parabrisas estrellado. Era menos estético, pero qué importa. Toda la diversión de  nuestros viajes es que siempre las cosas se echan a perder, así que para Jamie y yo este detalle era algo más para añadir a la historia. Y no podíamos sentirnos deprimidos, ya que habíamos descubierto que nuestro CD/radio, que antes sólo podía tocar uno o dos CDs, de verdad aceptaba los iPods a través de un cable especial. Entonces podíamos escuchar cualquier cosa que quisiéramos… ¿que podría ser mejor… un viaje de carretera con buena compañía y buena música?

Llegamos a Tepic pero en vez de parar por la noche decidimos seguir otra vez, pues la adrenalina de empezar el viaje aún no había pasado. Casi al llegar a Mazatlán el cansancio se apoderaba de nosotros y como además nos faltaba gasolina, tomé la primera salida que nos conduciría a la ciudad de Escuinapa. Nos estacionamos afuera de un hotel y preguntamos por habitaciones, pero el dueño lo negó con la cabeza, así que encontramos otro lugar más cerca del centro. El muchacho de la “recepción” nos miró de una manera muy rara cuando pedimos un cuarto, que por cierto, es uno de los más baratos y peores que he tenido en mi vida. Nos importó un pimiento; dejamos nuestras cosas adentro y salimos para encontrar tacos. Apenas se habían acabado, pero nos dijeron que había unos hotdogs bien buenos a unos metros. Allí, la dueña nos preguntó dónde nos estábamos quedando; cuando se lo dijimos, ella y su compañera se rieron y nos miraron curiosamente. Claro que ya sabíamos que nuestro hotel sólo era para personas que lo necesitan un par de horas, y que la gente probablemente pensó que éramos gay por quedarnos allí. Bueno, pues siento desilusionarlos, pero esa noche Jamie y yo dormimos en camas separadas y no tuvimos nada de sexo, así que no hubo nada que perder.

A la mañana siguiente no tardamos en irnos hacia Mazatlán, y pronto pasamos el Trópico de Cáncer. El paisaje era principalmente de campos largos y verdes; también había muchos ríos, incluyendo uno donde cientos de personas se estaban bañando. Era un gran panorama. De pronto vimos una camioneta llena de pasto, cosa que para nosotros era bastante peculiar, y después algo en realidad gracioso: un carro compacto que transportaba en su capacete un material de polietileno tres veces más grande que su dimensión. Poco le faltó para ocasionar un fatal accidente cuando todo se cayó al pavimento. Lo repetiré siempre: sólo pasa en México.

Paramos a desayunar pepino, pero el señor se quiso pasar de listo al cobrarnos más de lo debido, tanto como un 50 por ciento más del precio regular. Afortunadamente, somos un poco más despabilados que el turista medio; sabemos a qué atenernos en estas cosas, así que conseguí que me lo rebajara a 15 pesos y de paso lo hice sentir culpable. Me parece triste que los mexicanos, tan cariñosos, amables y hospitalarios, en ocasiones se aprovechan de todos los que parecen gringos. A veces desearía no tener mi pelo rubio y mis ojos azules, aunque debo reconocer que estos rasgos también tienen sus ventajas.

No obstante, una hora después mis facciones “güeras” no me ayudaron en nada. El velocímetro había dejado de funcionar, de manera que no tenía idea cuán rápido estaba conduciendo; estábamos conduciendo bien, sin preocupaciones, cuando vi un carro de la policía que nos perseguía y que nos hizo señales con las luces para que paráramos. Me aparté, y salieron de pronto dos polis con gafas de sol, nos pidieron que saliéramos de nuestro vehículo. Por lo visto habíamos estado excediendo la velocidad permitida por 10 kilómetros por hora. Uno de ellos nos checó para ver si habíamos tomado alcohol o drogas; mis manos estaban temblando, para ellos eso significó que sin duda estábamos ocultando algo, en realidad, claro que estaba nervioso, dos polis con pistolas grandes me habían detenido en otro país. Hicieron una inspección del carro, en el que encontraron tres o cuatro botellitas vacías de Indio y, en la cajuela, una botella de tequila casi llena. Como colegiales excitados, la agarraron y se dieron cuenta de que estaba abierta.

—“¿Han disfrutado unas bebidas hoy?” —nos preguntaron pícaramente.

—“No, nada” —contesté, olvidando temporalmente la chela que había tomado para el desayuno aquella mañana.

—“¡Pero tienen una botella de tequila abierta en el carro!” —exclamaron dramáticamente.

Estaba empezando a calmarme, era obvio que estas personas eran idiotas.

—“Sí es cierto, ésa es una botella de tequila, y sí, puede que esté abierta” —dije—, “pero fíjense que está en la cajuela… piensen ustedes bien, no voy a estar tomándolo si estoy sentado en el asiento delantero manejando el carro, y el tequila está en la cajuela, ¿verdad?”

—“Pues, ok, a lo mejor sí” —uno salió con el comentario—, “pero sí estabas excediendo la velocidad, y en México esto no es permitido, así que vas a tener que darme tu licencia, regresar a Culiacán, y pagar una multa.”

Yo no tenía la menor intención de regresar tanta distancia a Culiacán, así que me cambié al modo de negocio. Les expliqué que estábamos viviendo en Jalisco, que nos encantaba México y no habíamos estado conduciendo imprudentemente, sólo unos pocos kilómetros más rápido que el límite (obviamente omití el papel del velocímetro). Luego uno me dijo: —“Ok, Nicolás. Realmente tenemos una situación difícil aquí. Pues qué te parece esto: ¿por qué yo no voy a mi coche para preparar los papeles, y tú puedes hablar sólo con mi compañero?”

De ese momento las dos partes interesadas sabían exactamente lo que iba a suceder.

—“¿Pues no hay ninguna manera para arreglar esto ahorita…?” —le pregunté—, “¿dado que ya nos hemos hecho amigos?”

—“Está bien, amigo” —contestó— “¿Cómo piensas que podemos arreglar esto como amigos?”

—“Bueno, ¿qué tal si le doy 100 pesos ahorita y olvidamos todo?”

El joven pausó, miró hacia abajo, frunció el ceño, y me miró otra vez.

—“Nicolás, 200 pesos y puedes andar a la velocidad que quieras” —dijo.

—“Trato” —dije, y un minuto después estábamos de vuelta en la carretera.

Unas horas después, habíamos logrado pasar la ciudad de Los Mochis y paramos para almorzar, donde nos atendió un hombre amable pero muy raro y con un acento muy extraño. Cuando le preguntamos si había lugares bonitos en el estado de Sinaloa, respondió: “¿Lugares bonitos en Sinaloa? No, no hay lugares bonitos en Sinaloa.” Como no teníamos tiempo para parar en ninguna parte, este punto de vista pesimista nos convenía, y antes de darnos cuenta habíamos llegado a otro estado, Sonora.

Aquí dejé que Jamie se pusiera al timón por primera vez. Le di una clase rápida de cómo funcionaba todo, y empezó. Esta vez era la primera que había dejado que uno de mis amigos condujera el coche (con la excepción de David, quien casi había chocado en un cruce guzmanense), así que al principio estaba un poco preocupado; sin embargo, confío mucho en Jamie y pronto podía ponerme cómodo y relajarme. El único incidente que nos provocó un poco de nervios fue cuando pasamos por un control militar y le avisé a Jamie que anduviera despacio; él entró lentísimamente y parecimos muy sospechosos. Afortunadamente, después de unas explicaciones, pasamos pero estas revisiones sí son muy intimidantes. Al contrario, las “inspecciones fitosanitarias” nos dieron experiencias menos angustiosas: Jamie señaló más de una vez que siempre había abundancia de personas que vendían sombreros afuera de estas revisiones. Bromeamos con que facilitaban el contrabando de frutas o vegetales. Quién sabe, en México todo es posible.

Seguimos, y después de unas horas más en la carretera, llegamos a un lugar que se llamaba Ciudad Obregón. Es un sitio absolutamente extraño, con calles masivas de más de cuatro carriles en cada dirección, pero cero tráfico, cero gente, cero taquerías, nada, excepto fábricas grises y feas. Fuimos a Pemex y platicamos con los muchachos que trabajan allí.

—“Muy tranquilo en Obregón, ¿no?” —dije.

—“Así es” —uno contestó—, “nunca pasa nada en Obregón”. Llenamos el tanque y estábamos por irnos cuando un joven me gritó:

—“Oye, ¿fuiste tú que dijiste que nunca pasa nada en Obregón?” —miré por encima de mi hombro. Me presentó una trabajadora de gasolinera, que considerablemente mejoró mi opinión de  Ciudad Obregón.

Empecé a conducir nuevamente, con la meta de quedarnos en Hermosillo. Pero era de noche cuando llegamos y las luces de Hermosillo reflejaban a un gigante que nos absorbía poco a poco, así que cenamos unos tacos e iniciamos nuestra undécima hora de conducir en ese día. Antes de salir de la ciudad, encontramos nuestro primer escollo cuando el carro se cayó a un pequeño cañón en una calle lateral. No había ninguna advertencia, no había ninguna elección, excepto caernos adentro y rebotar afuera. El carro respondió amigablemente: no parecía que hubiera recibido demasiado daño y podíamos continuar. Pero qué gacho. Los baches y topes son enfadosos, pero esos que se pueden describir como cráteres en medio de la calle, me hacen sentir que existe un divino poder mexicano que quiere destruir mi coche.

Unas horas después, encontramos un motel bastante barato que estaba situado en  medio de la nada. A diferencia del primero éste era muy agradable. El carro se había portado impecablemente, a pesar de la adversidad y de haber recorrido más de lo planeado. Pero sabía que la prueba real llegaría al día siguiente, cuando tendríamos que cruzar el agobiante desierto y entrar a la temida región fronteriza.

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